martes, 14 de julio de 2015

Todos los elegíacos son unos canallas - Gonzalo Rojas





TODOS LOS ELEGÍACOS SON UNOS CANALLAS 

Acabo de matar a una mujer 
después de haber dormido con ella una semana, 
después de haberla amado con locura 
desde el pelo a las uñas, después de haber comido 
su cuerpo y su alma, con mi cuerpo hambriento.

Aún la alcoba está llena de sus gritos, 
y de sus gritos salen todavía sus ojos.
Aún está blanca y muda con los ojos abiertos, 
hundida en su mudez y en su blancura, 
después de la faena y la fatiga.

Son siete días con sus siete noches
los que estuvimos juntos en un enorme beso, 
sin comer, sin beber, fuera del mundo, 
haciendo de esta cama de hotel un remolino 
en el que naufragábamos.

Al momento de hundirnos, todo era como un sol
del que nosotros fuimos solamente dos rayos, 
porque no hay otro sol que el fuego convulsivo 
del orgasmo sin fin, en que se quema 
toda la raza humana.

Éramos dos partículas de la corriente libre. 
Con el oído puesto bajo ella, despertábamos 
a otro sol más terrible, pero imperecedero, 
a un sol alimentado con la muerte del hombre, 
y en ese sol ardíamos.

Al salir del infierno, la mujer se moría
por volver al infierno. Me acuerdo que lloraba 
de sed, y me pedía que la matara pronto.
Me acuerdo de su cuerpo duro y enrojecido, 
como en la playa, al beso del aire caluroso.

Ya no hay deseo en ella que no se haya cumplido.
Al verla así, me acuerdo de su risa preciosa, 
de sus piernas flexibles, de su honda mordedura, 
y aun la veo sangrienta entre las sábanas, 
teatro de nuestra guerra.

¿Qué haré con su belleza convertida en cadáver? 
¿La arrojaré por el balcón, después 
de reducirla a polvo? 
¿La enterraré, después? ¿La dejaré a mi lado 
como triste recuerdo?

No. Nunca lloraré sobre ningún recuerdo, 
porque todo recuerdo es un difunto 
que nos persigue hasta la muerte.
Me acostaré con ella. La enterraré conmigo.
Despertaré con ella.  





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